Mucho se habla estos días del problema de España, que si no se adapta a los cambios, que si su estructura territorial, que si la inmovilidad del Gobierno...
Casi todos los intervinientes en el debate reparten culpas de la situación actual entre la Generalitat / Parlament de Catalunya y el Gobierno central, unos poniendo el acento en una de las partes, otros manteniendo una equidistancia...
Pero muy pocos inciden en el, a mi entender, gran problema de Catalunya, tras el 1-O. Porque, ¿es que van a cambiar las pretensiones nacionalistas de independencia, representadas por sus políticos?. Y si ello no es así, ¿Cómo van a aceptar/tragar la derrota que se les avecina?.
La pequeña historia de la democracia española se ha enfrentado a dos situaciones, al menos, tan desafiantes como la actual: el golpe de estado, y el terrorismo de ETA. Su solución, o disolución ha llegado, no porque el Estado haya cambiado de modos o de leyes, sino porque la firmeza constitucional ha convencido a los golpistas (y sus seguidores) por un lado, y a los nacionalistas radicales vascos (y toda su cohorte de simpatizantes, que no olvidemos era mayoritaria en Euskadi e incluso amplia en Europa) de que era imposible obtener sus objetivos.
Esto es así porque la fuerza democrática de la Constitución era tan abrumadora frente a sus pretensiones, que con el paso del tiempo se ha impuesto la razón en aquellos que aún dudaban.
Este es el problema de Cataluña: todo el universo creado alrededor del nacionalismo radical, ha de cambiar de discurso, so pena de provocar una fractura que, con el paso de los años, va a empobrecer el enorme capital social/económico/cultural que aún poseen los catalanes.
No se puede seguir indefinidamente con el España me roba, con la tergiversación de la historia, con el victimismo propio de sociedades acomplejadas, con la carencia, en definitiva, de asumir la modernidad, de asumir la responsabilidad de procurar un mundo mejor, sin complejos, sin ligaduras con el pasado.
Joan M. Garcia septiembre 2017
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