Pobrecitos, los oprimidos, hoy
han vuelto a salir en la tele. Además, acompañados por líderes internacionales reconocidos
por la defensa de los derechos humanos, como Guardiola. Sí, han leído bien, el
ex-entrenador del Barça, del Bayern, ahora en Manchester. Parece un exiliado,
reclamando la libertad para su pueblo. También Lluis Llach, antiguo combatiente
antifranquista, aunque parece ser que más bien era anti españolista.
Si enumeramos uno a uno la
lista de derechos humanos reconocida por la ONU u otros organismos internacionales,
no acabamos de ver cuál es el que están pidiendo, pues parece que les falta
alguno, por culpa del resto de los españoles, que no se los conceden.
Si entramos en detalle en el
derecho de los pueblos a decidir su propio futuro y forma de gobierno, sin
injerencias extranjeras, leemos la carta de la ONU, y las emanadas de la misma
para África, u otros continentes, y siempre incluye algún párrafo que habla de
colonización, de explotación de recursos naturales... No parece que sea el
caso.
Veamos desde otra
perspectiva: la región más próspera de
un país, que habla un idioma propio, dirigida por unos políticos populistas (en
la peor acepción del término -manipuladores de la opinión pública-), se
proclama lesionada en sus derechos de libertad como pueblo y reclama
independencia al Estado opresor. Encima, los políticos, en base a unas elecciones
en las que les vota menos del 50 % de los electores, se atribuyen el poder de
representantes nacionales de los oprimidos y, con excusas de demócratas,
quieren perpetuarse en el poder.
Este tufo ya lo vivimos en el
siglo XIX y sobre todo en el XX de forma generalmente catastrófica para los pueblos
implicados.
En nuestro caso ¿quién tiene
la legitimidad democrática?. Si aceptamos que las democracias representativas
características de la Europa de posguerra, son el referente democrático, es la
Constitución y las Leyes emanadas de los diferentes Parlamentos nacionales,
redactadas por los representantes elegidos democráticamente, las que dirigen
las normas de convivencia y de funcionamiento de los ciudadanos. Hay mecanismos
y procedimientos para cambiar tanto las Leyes como la Constitución.
Atribuirse, como dicen los
gobernante autonómicos catalanes, el poder para cambiar las Leyes o la
Constitución, sin seguir dichos mecanismos, es, sencillamente, una
irresponsabilidad en quien se supone que acepta las reglas del juego
democrático. Es el típico partido (antes decían comunista, o nazi, ahora
chavista) que gana unas elecciones, y ya se cree con el derecho de cambiar
todas las leyes y las normas para perpetuarse en el poder o expulsar del mismo
a quien no le interesa.
Seguramente si el mensaje del
pueblo oprimido lo emitiera otra región española como Andalucía, o Extremadura,
-las menos afortunadas, las más explotadas, las que han prestado mano de obra
barata para que los catalanes y otros pueblos de España se enriquezcan- sería
más comprendido por la comunidad internacional, que , en este caso, tan sólo ve
una lucha de poder en la que los más ricos -los catalanes- quieren ser aún más
ricos. Deprimente (más aún cuando un partido, que se proclama de izquierdas, es
el motor de este proceso).